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Los acontecimientos de los últimos días
a lo largo y ancho del país dejan entrever la emergencia de una nueva ola de
protestas estudiantiles y juveniles como las ocurridas en 2012. A mi parecer estas
deben ser clarificadas a partir del debate horizontal, con el fin de sobrepasar
los límites impuestos por la reivindicación parcial, la sociedad civil y la
debilidad de análisis de algunas tendencias políticas y “revolucionarias”. La
finalidad es evitar la ambigüedad y la derrota de la que huimos en el 2012 para
auto constituirnos como organización revolucionaria independiente y, brindar un
análisis coyuntural para la discusión con los compañeros con los cuales
pretendemos construir una tendencia autónoma y verdaderamente antagonista.
Sobre lo anterior, sería conveniente situarnos más allá de las validas demandas
que presenta el movimiento estudiantil, para pasar a la crítica real del actual
estado de cosas.
Debo resaltar el hecho de que aún no
pasa ni siquiera un año de las reformas neoliberales y ya se alcanzan a sentir
los efectos del “despojo” que se avecina. Aún no ha pasado mucho tiempo de la
reforma educativa y ya alcanzamos a sentir como las instituciones educativas
empiezan a “cerrar la pinza” de la reestructuración institucional conforme a
los cánones educativos del neoliberalismo. Debemos advertir que bajo la lucha particular
de los estudiantes del IPN, subyace la lucha contra los efectos del
neoliberalismo en la educación; de igual forma los estudiantes que hoy nos
lanzamos a la protesta contra las prácticas fraudulentas y antidemocráticas en
la UABC, debemos visibilizar la lucha en los términos del antagonismo contra un
sistema político insuficiente, basado en la ficción representativa y, contra
los efectos del sistema económico neoliberal que pretende ajustar la vida
social a su propia dinámica de mercantilización y especulación.
En resumen, si las protestas
estudiantiles surgen como resistencia frente a hechos concretos como la
descualificación profesional, el fraude y la falta de democracia universitaria,
esto no debe hacernos perder de vista que estos efectos en la educación
superior no son sino elementos que indican la pauperización progresiva que
promueve el sistema económico capitalista-neoliberal y el Estado Mexicano.
En consecuencia, esto debe replantear la
forma de lucha, sus dimensiones y por resultado reconocer el límite de la
reivindicación parcial ante el recrudecimiento de la ofensiva de las redes de
poder que gobiernan en México. No puede pasar lo que sucedió en Ayotzinapan, ni
podemos permitir que el asesinato a estudiantes se repita, la coyuntura de este
capítulo debe servirnos para evidenciar el carácter clasista del Estado
Mexicano y la alianza entre la elite capitalista del país y la elite económica
internacional. Pero al mismo tiempo, debe brindarnos las herramientas para
hacer visibles los efectos del poder -como es el caso-, con la finalidad de
combatirlos y llevar la protesta más allá de la organización pasiva, la ingenuidad
política y la subordinación de la lucha a los canales institucionales de la protesta.
De lo contrario, estaríamos asistiendo una vez más a otra derrota del
movimiento estudiantil y de la juventud, que ante su propia referencialidad no
ha logrado articular su lucha con la crítica a la totalidad del sistema
capitalista y, con ello, termina por ahogar su rebeldía en la domesticación,
ante el beneplácito de los partidos políticos y las limitadas perspectivas de
las facciones supuestamente revolucionarias.
Bajo esta perspectiva antagónica, qué
significado puede tener la consigna de un congreso universitario cuando el
fracaso del sistema político mexicano radica en su naturaleza representativa. O
qué importancia puede tener el luchar por democracia universitaria cuando los
corporativos colocan gobernantes a su antojo, los gobiernos encarcelan a sus
adversarios políticos o los asesinan.
En pocas palabras, si el advenimiento de
una crisis universitaria no es sino el reflejo de la crisis del sistema del que
somos parte, la lucha no debe entonces limitarse en la reivindicación de
modificaciones parciales, sino prolongarse en la conflictividad del propio
sistema para su negación -claro, si es que realmente queremos articular un
movimiento que anule y supere el actual estado de las cosas-. De otra manera la
acumulación de un capital político o la búsqueda de espacios de gestión
burocrática para las organizaciones izquierdistas puede una vez más ahogar el
movimiento; mientras en su lugar, el antagonismo en las calles nos permitiría
articular una crítica total que tendría como punto de partida y finalidad la
auto-organización anticapitalista y autónoma del descontento.
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