sábado, 3 de enero de 2015

ANARQUIA


La palabra "anarquía", inventada un poco como provocación por Pierre-Joseph Proudhon (filósofo político y revolucionario francés), y utilizada en 1863 por el pensador libertario Mijael Bakunin.

Anarquía es un concepto que procede de la lengua griega y que hace mención a la ausencia de poder público. Puede estar relacionado con el movimiento político que propone la existencia de una organización social que no sea jerárquica.

A comienzos del  siglo XXI Occidente se nutre aun de los restos vivientes, o metamorfoseados, de las innovaciones dispersadas por la imaginación política del siglo XIX, una de las más prolíficas de la historia de la humanidad. Nos nutrimos de nacionalismo feminismo vanguardismo marxismo, socialismo, federalismo y de otras migajas de políticas menores. Y  todavía está poco rastreada la influencia radial que el anarquismo tuvo sobre grupos políticos e intelectuales, entre otros, individualistas de toda suerte, liberales,  anticlericales, la floración radicalizada de la izquierda de los años 60 , la contracultura norteamericana y europea, el rock el punk , las tendencias libertarias en el movimiento de derechos humanos y en el de la disidencia en los países soviéticos, el pacifismo antimilitarista, el reclamo al uso placentero del propio cuerpo, el movimiento de liberación de los animales y el ecologismo radical. Se diría que el anarquismo construyo una parte importante del plancton que hasta el día de hoy consumen cetáceos del movimiento social, incluso algunos que todavía tienen que madurar del todo.

La historia cultural del anarquismo en un yacimiento que todavía puede ser explorado fructíferamente. ¿Cuál fue su modo de existencia específico? ¿Cuáles son sus innovaciones éticas? ¿Cuál es su relación entre sus prácticas modeladoras de la existencia y la imaginación política de su época?

Estas preguntas deben ser precedidas  por ciertos presupuestos demográficos. Nunca existieron demasiados anarquistas (exceptuando el caso de la anomalía española entre 1890 y 1939) y, el hecho de haber sido un movimiento evangelizador que nunca altero esta condición de penuria. Hacia 1910 la policía calcula que había entre 5000 y 6000 fieles de “las ideas” en la Argentina. Esta cantidad de anarquistas organizados era altísima. En la mayor parte del mundo, apenas un puñado de partidarios y simpatizantes- la mayoría, inmigrantes o viajeros- activaba intermitentemente, mantenía algunas correspondencias con centros emisores de ideas, se involucraba en huelgas o bien editaba alguna publicación. Los anarquistas, minoría demográfica, siempre han vivido al borde de la extinción de las ideas libertarias en su tiempo: la historia de los anarquistas es la historia de las historias de las experiencias migratorias. Implantación puntillista; salpullido negro en los 360 grados del atlas. La razón que explica la dispersión triunfante de “la idea” reside en el inmenso esfuerzo individual devotado por cada anarquía a la supervivencia de su causa. Eran fogoneros de un tren fantasma. En todo caso, el número, la “masa crítica”, no supuso obstáculo para la propagación de un ideario político tan exigente. En cambio, si algo favoreció esa difusión, fue la inexistencia de un “conmutador central” ideológico que informara y disciplinará a los militantes dispersos acerca de las orientación de su acción  y el contenido de sus propuestas. Por el contrario lo que resaltaba en la historia anarquista es la plasticidad de la teoría  y praxis y, consecuentemente, una variedad notable de su flora y fauna. La dosis de la libertad de que disfrutaron en relación con los modos de subjetivación que les correspondía se desprende de esa condición.

Esta limitación demográfica explica porque cada vida de anarquista se volvía preciosa, y por qué la vida misma, entendida como “ejemplo moral” resultaba ser tan valiosa como las ideas, libros y manifiestos que editaron. En cada vida se realizaba mediante prácticas éticas específicas, la libertad prometida. Cada existencia de anarquista, entonces, se transformaba en la prueba, el testimonio viviente, de una libertad del porvenir. Ellos se percibían a sí mismos como esquirlas actuales de un futuro que era obturado una y otra vez por fuerzas más poderosas. De allí que las biografías de anarquistas se nos presenten como las vidas de los santos, como existencias, que todo lo sacrifican en beneficio de su ideal; amistades, familias, ascenso social, tranquilidad, previsión de la vejez. Hasta el día de hoy existen viejos anarquistas que se han negado a solicitar la jubilación estatal. Estas privaciones eran aceptadas, si no jubilosa, al menos convenidamente, pues el anarquismo les había sido prometido como experiencia exigente, aunque no imposible. Para ellos la libertad era una experiencia vivida, resultado de la coherencia necesaria entre medios y fines, y no un efecto de declamación, una promesa par un “después del Estado”. De modo que, a los efectos prácticos, el anarquismo no constituyo un modo de pensar la sociedad de la dominación sino una forma de existencia contra la dominación. En la idea de libertad del anarquismo no está contenido únicamente un ideal, si no también distintas prácticas éticas, o sea, correas de transmisión entre la actualidad de la persona y la realización del porvenir anunciado.

Justamente porque el anarquismo no concebía a la persona según el modelo liberal del “sujeto de derechos” era imperioso modelar a cada anarquista según ética específica, y no en relación con una jurisprudencia abstracta, abarcadora y generalizada. La norma ética orientaba tal construcción de persona era la siguiente: “vive como te gustaría que se viviera en el futuro”.

Las practicas anarquistas ambicionaban trastocas el antiguo régimen psicológico, político, cultural del dominio, no solo porque ese modo de gobernar a los hombres resultaba ser coercitivo desigualitario, sino también porque los forzaba a volverse muñones de sí mismos, personas incapaces de auto dignificarse.  La auto dignificación racionalista, impulso fértil de voluntad, apego por la camaradería humana, combate al miedo y la sumisión por ser bases fisiológicas y psicológicas del dominio, imaginación anticlerical y toma de partido por el oprimido, tales eran las piezas que los anarquistas pretendieron ensamblar en cada individuo singular. En el extremo, se aspiraba a la santidad social; no era posible una sociedad anarquista hasta que el último de los habitantes de la tierra no se hubiera convertido en un anarquista. Esto no supone procurar la perfección de las almas sino purgar la idea de revolución de la tentación del “golpe de mano” alejándola de los peligros que los padres fundadores previeron en la deriva de las ideas autoritarias  propagadas por el marxismo o “socialismo autoritario” tal como lo definían. Por eso insistían en que la revolución fuera “social “antes que “política“. Lo cual suponía antes que una revolución social se insistía en que se trataba de una revolución personal, es decir, de la construcción del propio carácter o “voluntad “en relación antagonista con poderes jerárquicos. El desligamiento de la sociedad “carcomida” comenzaba por la toma de conciencia de la miseria existente y de las tropelías de los gobiernos autocráticos, pero también por estrategias de purificación de la personalidad. La entrada a los grupos anarquistas siempre supuso una conversión, un autodescubrimiento del “yo rebelde“. El objetivo de tal conversión, y del despojamiento consiguiente de los vicios sociales del dominio, buscaba el auto dignificación. En la prensa anarquista de principios del siglo XX se reiteran consejos dirigidos a la forja de la personalidad, entre ellos, tomar conciencia del estado del mundo, no dejarse atropellar  por los poderosos y sus “esbirros“, actuar con reciprocidad hacia el compañero, servir con el ejemplo al pueblo maltratado, abandonar los vicios burgueses, en particular el alcohol, el burdel, el juego por dinero y la participación en el carnaval. Pero la dignificación de si no solo exige evitar estos males sociales sino también ejercer autocontrol, es decir, una apropiación de si a fin de hacer lugar a un querer libre y liberado de la formación burguesa. No óbstate, esa autoformación libertaria no podía realizarse en el interior de las experiencias sectarias n en los bordes vírgenes de la experiencia histórica, como lo habían intentado los furieristas en sus falansterios y los utopistas en sus comunidades cerradas. El anarquista se veía a sí mismo como un hijo del pueblo. Era un átomo suelto en medio del encadenamiento elemental que a todos obligaba, y cuyo vinculo orbitaba con la cultura popular era paradójico.

El aprestamiento a la subjetividad anarquista, del núcleo ético de la voluntad tenía como objetivo sustentar una “moral revolucionaria“, que servía para endurecer ante las percepciones y para no desfallecer ante los magros resultados de la propaganda de las ideas. Asimismo para que incluso un solo anarquista se sintiera capaz de fundar publicaciones o de erigir sindicatos, bibliotecas y ateneos.

Ser un revolucionario suponía “tener moral“, y no solamente para devenir un “caso ejemplar” respetado incluso por sus enemigos políticos, sino para tonificar el espíritu y mantener la fe, tal cual los cual los cristianos ante las tentaciones o el martirio. Nadie puede hundir en su alma cimientos de acero si no se tiene fe en el advenimiento de un mundo nuevo.  Los anarquistas creían; pero no eran religiosos, en el sentido habitual de la palara; el misterio de la fe política era balanceado por una sólida formación racionalista (incluso por momentos científica) y por un gusto por la sensibilidad escéptica de tipo “volteriana“. Eran centauros; mitad razón, mitad impulso.

Pero si se dejan momentáneamente de lado el odio inmediato al opresor y las imágenes felices de un mundo sin cadenas( es decir, sin Estado, sin prisiones, sin fuerzas armadas, in policía, sin Papa, sin nobleza, sin carnicerías etc.) se nos evidencian entonces los logros culturales del anarquismo y, especialmente los contornos culturales de sus prácticas de autoformación , que tenían como función primeramente, ayudar a forjar el carácter revolucionario y luego, testear constantemente la relación entre la propia vida y los ideales.
El anarquista no acepta el servicio militar obligatorio; desertaba. No acepta unirse en matrimonio bajo la supervisión de la iglesia o del Estado; se unía libremente a su pareja, “unión libre“. En lo posible no envía a sus hijos a escuelas estatales, sino a escuelas libres o “racionalistas“. No bautiza a sus hijos según el sanatorial; solían recurrir a nombres significativos. No se debe aceptar ascensos de rango en las jerarquías laborales o salariales, se trabaja a la par del compañero. Procura además  ser buen trabajador, para dar ejemplo a la burguesía rentista y ociosa como a los demás trabajadores que alguna vez levantaran un mundo distinto sobre las ruinas actuales.

Debe negarse a testificar en un juicio si ello suponía un perjuicio para quien fuera acusado por razones de Estado. No debe aceptar los días feriados dictados por el Estado o la iglesia. No da propina o limosna, pues lo correcto es procurar un salario digno. En algunos casos extremos, muchos anarquistas se niegan a jugar a las cartas o a apostar dinero a fin de no promover la lucha de “todos contra todos“. Al fin, debía de estar pertrechado y preparado cultural y políticamente para acompañar en primera fila a los pueblos que se rebelen.  Y no fueron pocos los anarquistas que renunciaron por testamento a la tumba individual, prefirieron el osario común. Otros donaron sus cuerpos a la ciencia.

Este decálogo ético promovía un modelo de conducta que necesariamente exigía firmeza interior. Al afirmamiento de si contribuían una seria de prácticas introspectivas, que abarcan desde la lectura de libros de ideas novelas sociales e historias de héroes y revueltas populares hasta las primeras pruebas de fuego de la lucha social con las que intima el nuevo adherente a las ideas, sean huelgas, piquetes, contrabando de armas  periódicos, seguidas por las inevitables temporadas pasadas en la cárcel, líquido amniótico bien conocidos por los militantes, y a la vez vivero de anarquistas. Todas estas prácticas de “cuidado de si “estaban dirigidas a facetar una subjetividad potente (una voluntad) frente al poder jerárquico. No solo es preciso no gobernar  a otros, también contener en sí mismo una seria de principios bien afirmados a fin de no dejarse gobernar. A quien gobierna a sí mismo y se niega a ser gobernado se lo  representa como un “hombre rebelde“, refractario pero a la vez ilustrado y racional; un argumentador irreductible. La educación de la voluntad se desarrollaba mayormente en un nicho político psíquico y emocional que resultó ser la invención organizativa más llamativa de todas las promovidas por el anarquismo; el grupo de afinidad  que hasta la súbita explosión de los sindicatos organizados en torno de principios libertarios hacia 1900, constituyo el modo de encuentro y de relación habitual entre anarquistas  y que lo sigue siendo hasta el día de hoy.

Lo característico del grupo de afinidad anarquista no reside solamente en la horizontalidad recíproca y la común pertenencia ideológica de sus integrantes sino en la confianza mutua como cemento de contacto de sus miembros y su plasticidad empática.

La introducción a las ideas anarquistas corría muchas veces a cargo de una “maestros” que eras transmisores de la memoria social la historia del movimiento anarquista y las ideas . 

La maestría no está necesariamente  vinculada con la lectura de libros, aun siendo valuados especialmente en la tradición anarquista si no en el conocimiento personalizado de alguien ya experimentado en la doctrina libertaria. Nos obstante a quien oficiaba a modo de maestro no se le exigía ser un sabio, sino una mezcla de una persona “iniciada” y evangelizador. Era habitual que los ya experimentados dirigieran “lecturas comentadas” en sindicatos y ateneos para círculos de personas sin educación formal alguna o recién llegados al anarquismo. Este tipo de iniciación estuvo vigente hasta los sesenta del siglo XX. Desde entonces la entrada del anarquismo ocurre por contagio o activismo de “pandilla”.

Los ejercicios de oratoria, que primero sucedían en veladas de ateneos o sindicatos y luego en actos públicos, operaban a modo de entrenamiento retorico para el viajero. En cambio, nada preparaba al hombre de “ideas” para las habituales estadías en el presidio. Pero todos podían confiar en la solidaridad que emanaría del otro lado de los muros. Por otra parte, quienes maltrataban a los presos, torturaban a los detenidos o reprimían concentraciones obreras, sabían que podían ser el blanco de la venganza tribal. De todos modos, en casi todos los casos de “justicieros” anarquistas, estos actuaron en la mayor soledad.

Ciclos semanales que unían socialmente a los anarquistas y a la vez aprestaban intelectual y espiritualmente ligaban a anarquistas a su organización y a otros compañeros. Junto a la participación activa en veladas y conferencias, la asistencia a picnics de confraternización y a lunchs de camaradería, la colaboración con piquetes de huelga, campañas de solidaridad por compañeros presos, marchas y mítines. Se entonaban canciones e himnos revolucionarios, así como se participaba a título de público en “reuniones de controversia” que consistían en torneos de oratoria en que dos contendientes (anarquistas y de otras filosofías) disputaban en torno de un tema convenido, por ejemplo, la existencia o inexistencia de Dios.

El objetivo  de estos rituales y participaciones consistía en inspirar y facetar sentimientos nobles, y en desarraigar los “males de la subjetividad” que dividen a los seres humanos. Han de haber existido pocos movimientos políticos menos anti intelectuales que el libertario, que solo se cuidó de enfatizar la importancia de vincular el trabajo manual  y el intelectual en una sola madeja indevanable.  La imprenta constituía su “multiplicación de los panes” y su “máquina infernal” a la vez. Los libros atesorados incluían la historia de las revoluciones modernas, los clásico anarquistas, las biografías de militantes caídos, las memorias de anarquistas conocidos, los testimonios de prisión y persecución, los compendios de ciencia “moderna” y las ineludibles novelas sociales; constituían una fuente de información fundamental para analizar la vida ética anarquista.

A inicios del siglos XX comenzaron a difundirse entre los anarquistas dos discursos dirigidos al cuidado de la mente del niño y del cuerpo en general. Las escuelas racionalistas se proponías como instituciones y doctrinas alternativas a la fiscalización eclesiástica de la infancia y a la circulación de retoricas estatales en los planes curriculares escolares, y en ellas se inculcaba el conocimientos de la ciencia, la libertad como ideal, la formación integral del alumno. Y la convivencia de saberes manuales e intelectuales. Es esas escuelas se avían eliminado los castigos y amonestaciones, así como las jerarquías preestablecidas entre maestros y alumnos. La suposición antropológica que las orientaba presentaba al niño como librepensadores por naturaleza, y a las ideas religiosas, el patronato estatal y el patriotismo como desvirtuadores de la mente infantil. Todo esto con el fin de educar al niño para un futuro no muy lejano, suponía también construir ese mundo a través de nuevas generaciones puestas a salvo de las garras y vicios de la vieja sociedad.
Un típico problema que se le planteaba al alumno… “si un trabajador fabrica diez sombreros en ocho horas, y por hacerlo le pagan $5, decena que la empresa envía al mercado a $50 ¿Cuánto dinero roo el patrón al obrero?”

En el anarquismo, el discurso eugenesia
La eugenesia (del griego ευγονική /eugoniké/, que significa ‘buen origen’’) es una filosofía social que defiende la mejora de los rasgos hereditarios humanos mediante diversas formas de intervención manipulada y métodos selectivos de humanos. El eugenismo pretendería el aumento de personas más fuertes, sanas, inteligentes o de determinada etnia o grupo social para lo que promueve directa o indirectamente la no procreación de aquellos que no poseen esas cualidades llegando a considerar su aplicación como una ventaja en el ahorro de recursos económicos para los países
…proponía la planeación de ciudades ideales  para la vida social; que no deben confundirse con la tradición de las utopías perfectas, si no con el mejoramiento del habitad obrero, sin estar del todo ajeno a preocupaciones sanitarias e higiénicas. Algo que se presentó como un borde cultural apenas aceptable para la mentalidad burguesa. El anarquismo la eugenesia también abarco la difusión del vegetarianismo, del nudismo, del antitabaquismo, de la procreación responsable o “consiente” (de raíz neomaalthusiana) que predicaba la necesidad de restringir la natalidad a fin de eludir la miseria obrera, la propaganda del uso del condón y la publicación de otros métodos anticonceptivos, la crítica al consumo del alcohol, el cuidado a la salud en general. Todo esto se cruzaba con los discursos sobre el amor libre, la importancia de las afinidades electivas y la libre voluntad.
La eugenesia y racionalismo buscaban invertir la dosis de alienación vital inyectada por la sociedad “falsa” así como promover prácticas existenciales menos insinceras y más saludables. La mayoría de  estas costumbres y modelos de conducta  no eran obligatorios ni de cumplimiento forzoso. El anarquismo nunca ha sido una secta ortodoxa ni dispuso de un libro negro en el cual hubiera podido consultarse una perspectiva. La aceptación de las prácticas es libre, y estas se difunden a la manera de las corrientes de opinión, contagiando o entusiasmando,  y no como un credo.

Los anarquistas nunca se refugiaron en retoricas de la conveniencia o en estrategias “maquiavélicas” o coyunturalitas, a pesar de las consecuencias de tales acciones y opiniones costosas o letales  a su inmediata supervivencia política. En suma nuca mintieron acerca de quiénes eran y que querían. Decir la verdad siempre es costoso. Las cárceles resultaban ser maletas herméticamente cerradas, pero con doble fondo; se transformaban en espacios de concientización de los otros presos “sociales”. Y las prohibiciones no eran más que molestias al paso, gajes del oficio. Ningún anarquista tiene el día comprado. Se diría que viven en libertad condicional, la sinceridad política se extendía a otros ámbitos de la actividad, particularmente respecto al manejo del dinero, tema con el cual se mantenía una estricta escrupulosidad. Los registros contables de los sindicatos anarquistas eran perfectos.

Anarquistas, seres de extremos. Así como la historia del capitalismo moderno y de la sociedad industrial es inescindible del surgimiento del sindicalismo, así también el anarquismo es incomprensible sin su antípoda, la jerarquía. El anarquismo y el monarca siempre se midieron entre sí, como capas geológicas que no se confunden aunque se reconocen y se estudian mutuamente, como cérvidos que eventualmente se enfrentan en campo de lidia. Pero esa misma tensión nutre la tendencia a asilarse centrípetamente en las propias ideas y prácticas culturales como también convoca complejas relaciones osmóticas entre el “alma anarquista” y  “ la burguesa”, vínculos que deben analizarse a través de los procesos metamórficos que su mutua pugna produce en la frontera en disputa.


Las vidas anarquistas en sí mismas, que siempre bascularon entre el color tenebroso  y el aura lírica, constituyeron un modelo moral que atrajo intermitentemente las energías refractarias de sucesivas oleadas e jóvenes. Comprender la fuerza de esta atracción no es sencillo, y es de poca utilidad la explicación psicológica, a saber, que los jóvenes necesitan por un tiempo de una estadía en el infierno o bien mantener intacto su sentido de la irrealidad hasta el momento de “sentar cabeza”. Indudablemente, el adjetivo “revolucionario” le cabe al anarquismo como un guante al puño, pero entre las facetas que admitía esta idea descuella la de la “subversión existencial “. El demonio rojo y el judío errante han sido los emblemas grabados a fuego en la historia anarquista. También lo han sido el Ave Fénix y Lázaro redivivo.

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