La palabra "anarquía", inventada un poco como
provocación por Pierre-Joseph Proudhon (filósofo político y revolucionario
francés), y utilizada en 1863 por el pensador libertario Mijael Bakunin.
Anarquía es un concepto que procede de la lengua griega y que hace
mención a la ausencia de poder público. Puede estar relacionado con el
movimiento político que propone la existencia de una organización social que no
sea jerárquica.
A comienzos del siglo XXI
Occidente se nutre aun de los restos vivientes, o metamorfoseados, de las
innovaciones dispersadas por la imaginación política del siglo XIX, una de las
más prolíficas de la historia de la humanidad. Nos nutrimos de nacionalismo
feminismo vanguardismo marxismo, socialismo, federalismo y de otras migajas de
políticas menores. Y todavía está poco
rastreada la influencia radial que el anarquismo tuvo sobre grupos políticos e
intelectuales, entre otros, individualistas de toda suerte, liberales, anticlericales, la floración radicalizada de
la izquierda de los años 60 , la contracultura norteamericana y europea, el
rock el punk , las tendencias libertarias en el movimiento de derechos humanos
y en el de la disidencia en los países soviéticos, el pacifismo
antimilitarista, el reclamo al uso placentero del propio cuerpo, el movimiento
de liberación de los animales y el ecologismo radical. Se diría que el
anarquismo construyo una parte importante del plancton que hasta el día de hoy
consumen cetáceos del movimiento social, incluso algunos que todavía tienen que
madurar del todo.
La historia cultural del anarquismo en un yacimiento que todavía
puede ser explorado fructíferamente. ¿Cuál fue su modo de existencia
específico? ¿Cuáles son sus innovaciones éticas? ¿Cuál es su relación entre sus
prácticas modeladoras de la existencia y la imaginación política de su época?
Estas preguntas deben ser precedidas por ciertos presupuestos demográficos. Nunca
existieron demasiados anarquistas (exceptuando el caso de la anomalía española
entre 1890 y 1939) y, el hecho de haber sido un movimiento evangelizador que
nunca altero esta condición de penuria. Hacia 1910 la policía calcula que había
entre 5000 y 6000 fieles de “las ideas” en la Argentina. Esta cantidad de
anarquistas organizados era altísima. En la mayor parte del mundo, apenas un
puñado de partidarios y simpatizantes- la mayoría, inmigrantes o viajeros-
activaba intermitentemente, mantenía algunas correspondencias con centros
emisores de ideas, se involucraba en huelgas o bien editaba alguna publicación.
Los anarquistas, minoría demográfica, siempre han vivido al borde de la
extinción de las ideas libertarias en su tiempo: la historia de los anarquistas
es la historia de las historias de las experiencias migratorias. Implantación
puntillista; salpullido negro en los 360 grados del atlas. La razón que explica
la dispersión triunfante de “la idea” reside en el inmenso esfuerzo individual
devotado por cada anarquía a la supervivencia de su causa. Eran fogoneros de un
tren fantasma. En todo caso, el número, la “masa crítica”, no supuso obstáculo
para la propagación de un ideario político tan exigente. En cambio, si algo
favoreció esa difusión, fue la inexistencia de un “conmutador central”
ideológico que informara y disciplinará a los militantes dispersos acerca de
las orientación de su acción y el
contenido de sus propuestas. Por el contrario lo que resaltaba en la historia
anarquista es la plasticidad de la teoría
y praxis y, consecuentemente, una variedad notable de su flora y fauna.
La dosis de la libertad de que disfrutaron en relación con los modos de
subjetivación que les correspondía se desprende de esa condición.
Esta limitación demográfica explica porque cada vida de anarquista
se volvía preciosa, y por qué la vida misma, entendida como “ejemplo moral”
resultaba ser tan valiosa como las ideas, libros y manifiestos que editaron. En
cada vida se realizaba mediante prácticas éticas específicas, la libertad
prometida. Cada existencia de anarquista, entonces, se transformaba en la
prueba, el testimonio viviente, de una libertad del porvenir. Ellos se
percibían a sí mismos como esquirlas actuales de un futuro que era obturado una
y otra vez por fuerzas más poderosas. De allí que las biografías de anarquistas
se nos presenten como las vidas de los santos, como existencias, que todo lo
sacrifican en beneficio de su ideal; amistades, familias, ascenso social,
tranquilidad, previsión de la vejez. Hasta el día de hoy existen viejos
anarquistas que se han negado a solicitar la jubilación estatal. Estas
privaciones eran aceptadas, si no jubilosa, al menos convenidamente, pues el
anarquismo les había sido prometido como experiencia exigente, aunque no
imposible. Para ellos la libertad era
una experiencia vivida, resultado de la coherencia necesaria entre medios y
fines, y no un efecto de declamación, una promesa par un “después del Estado”.
De modo que, a los efectos prácticos, el anarquismo no constituyo un modo de
pensar la sociedad de la dominación sino una forma de existencia contra la
dominación. En la idea de libertad del anarquismo no está contenido únicamente
un ideal, si no también distintas prácticas éticas, o sea, correas de
transmisión entre la actualidad de la persona y la realización del porvenir
anunciado.
Justamente porque el anarquismo no concebía a la persona según el
modelo liberal del “sujeto de derechos” era imperioso modelar a cada anarquista
según ética específica, y no en relación con una jurisprudencia abstracta,
abarcadora y generalizada. La norma ética orientaba tal construcción de persona
era la siguiente: “vive como te gustaría que se viviera en el futuro”.
Las practicas anarquistas ambicionaban trastocas el antiguo
régimen psicológico, político, cultural del dominio, no solo porque ese modo de
gobernar a los hombres resultaba ser coercitivo desigualitario, sino también
porque los forzaba a volverse muñones de sí mismos, personas incapaces de auto
dignificarse. La auto dignificación
racionalista, impulso fértil de voluntad, apego por la camaradería humana,
combate al miedo y la sumisión por ser bases fisiológicas y psicológicas del
dominio, imaginación anticlerical y toma de partido por el oprimido, tales eran
las piezas que los anarquistas pretendieron ensamblar en cada individuo
singular. En el extremo, se aspiraba a la santidad social; no era posible
una sociedad anarquista hasta que el último de los habitantes de la tierra no
se hubiera convertido en un anarquista. Esto no supone procurar la perfección
de las almas sino purgar la idea de revolución de la tentación del “golpe de
mano” alejándola de los peligros que los padres fundadores previeron en la
deriva de las ideas autoritarias
propagadas por el marxismo o “socialismo autoritario” tal como lo
definían. Por eso insistían en que la revolución fuera “social “antes que “política“. Lo cual suponía antes que una
revolución social se insistía en que se trataba de una revolución personal, es decir, de la construcción del propio
carácter o “voluntad “en relación antagonista con poderes jerárquicos. El
desligamiento de la sociedad “carcomida” comenzaba
por la toma de conciencia de la miseria existente y de las tropelías de los
gobiernos autocráticos, pero también por estrategias de purificación de la personalidad. La entrada a los grupos
anarquistas siempre supuso una conversión, un autodescubrimiento del “yo
rebelde“. El objetivo de tal conversión, y del despojamiento consiguiente de
los vicios sociales del dominio, buscaba el auto dignificación. En la prensa
anarquista de principios del siglo XX se reiteran consejos dirigidos a la forja
de la personalidad, entre ellos, tomar conciencia del estado del mundo, no
dejarse atropellar por los poderosos y
sus “esbirros“, actuar con reciprocidad hacia el compañero, servir con el
ejemplo al pueblo maltratado, abandonar los vicios burgueses, en particular el
alcohol, el burdel, el juego por dinero y la participación en el carnaval.
Pero la dignificación de si no solo exige evitar estos males sociales sino
también ejercer autocontrol, es decir, una apropiación de si a fin de hacer
lugar a un querer libre y liberado de la formación burguesa. No óbstate, esa
autoformación libertaria no podía realizarse en el interior de las experiencias
sectarias n en los bordes vírgenes de la experiencia histórica, como lo habían
intentado los furieristas en sus falansterios y los utopistas en sus
comunidades cerradas. El anarquista se veía a sí mismo como un hijo del pueblo.
Era un átomo suelto en medio del encadenamiento elemental que a todos obligaba,
y cuyo vinculo orbitaba con la cultura popular era paradójico.
El aprestamiento a la subjetividad anarquista, del núcleo ético de
la voluntad tenía como objetivo sustentar una “moral revolucionaria“, que
servía para endurecer ante las percepciones y para no desfallecer ante los
magros resultados de la propaganda de las ideas. Asimismo para que incluso un
solo anarquista se sintiera capaz de fundar publicaciones o de erigir
sindicatos, bibliotecas y ateneos.
Ser un revolucionario suponía “tener moral“, y no solamente para
devenir un “caso ejemplar” respetado incluso por sus enemigos políticos, sino
para tonificar el espíritu y mantener la fe, tal cual los cual los cristianos
ante las tentaciones o el martirio. Nadie
puede hundir en su alma cimientos de acero si no se tiene fe en el advenimiento
de un mundo nuevo. Los anarquistas
creían; pero no eran religiosos, en el sentido habitual de la palara; el
misterio de la fe política era balanceado por una sólida formación racionalista
(incluso por momentos científica) y por un gusto por la sensibilidad escéptica
de tipo “volteriana“. Eran centauros; mitad razón, mitad impulso.
Pero si se dejan momentáneamente de lado el odio inmediato al
opresor y las imágenes felices de un mundo sin cadenas( es decir, sin Estado,
sin prisiones, sin fuerzas armadas, in policía, sin Papa, sin nobleza, sin
carnicerías etc.) se nos evidencian entonces los logros culturales del
anarquismo y, especialmente los contornos culturales de sus prácticas de
autoformación , que tenían como función primeramente, ayudar a forjar el
carácter revolucionario y luego, testear constantemente la relación entre la
propia vida y los ideales.
El anarquista no acepta el servicio militar obligatorio;
desertaba. No acepta unirse en matrimonio bajo la supervisión de la iglesia o
del Estado; se unía libremente a su pareja, “unión libre“. En lo posible no
envía a sus hijos a escuelas estatales, sino a escuelas libres o
“racionalistas“. No bautiza a sus hijos según el sanatorial; solían recurrir a
nombres significativos. No se debe aceptar ascensos de rango en las jerarquías
laborales o salariales, se trabaja a la par del compañero. Procura además ser buen trabajador, para dar ejemplo a la
burguesía rentista y ociosa como a los demás trabajadores que alguna vez
levantaran un mundo distinto sobre las ruinas actuales.
Debe negarse a testificar en un juicio si ello suponía un
perjuicio para quien fuera acusado por razones de Estado. No debe aceptar los
días feriados dictados por el Estado o la iglesia. No da propina o limosna,
pues lo correcto es procurar un salario digno. En algunos casos extremos,
muchos anarquistas se niegan a jugar a las cartas o a apostar dinero a fin de
no promover la lucha de “todos contra todos“. Al fin, debía de estar
pertrechado y preparado cultural y políticamente para acompañar en primera fila
a los pueblos que se rebelen. Y no
fueron pocos los anarquistas que renunciaron por testamento a la tumba
individual, prefirieron el osario común. Otros donaron sus cuerpos a la
ciencia.
Este decálogo ético promovía un modelo de conducta que
necesariamente exigía firmeza interior. Al afirmamiento de si contribuían una
seria de prácticas introspectivas, que abarcan desde la lectura de libros de
ideas novelas sociales e historias de héroes y revueltas populares hasta las
primeras pruebas de fuego de la lucha social con las que intima el nuevo
adherente a las ideas, sean huelgas, piquetes, contrabando de armas periódicos, seguidas por las inevitables
temporadas pasadas en la cárcel, líquido amniótico bien conocidos por los
militantes, y a la vez vivero de anarquistas. Todas estas prácticas de “cuidado
de si “estaban dirigidas a facetar una subjetividad potente (una voluntad)
frente al poder jerárquico. No solo es preciso no gobernar a otros, también contener en sí mismo una
seria de principios bien afirmados a fin de no dejarse gobernar. A quien
gobierna a sí mismo y se niega a ser gobernado se lo representa como un “hombre rebelde“,
refractario pero a la vez ilustrado y racional; un argumentador irreductible.
La educación de la voluntad se desarrollaba mayormente en un nicho político
psíquico y emocional que resultó ser la invención organizativa más llamativa de
todas las promovidas por el anarquismo; el grupo de afinidad que hasta la súbita explosión de los
sindicatos organizados en torno de principios libertarios hacia 1900,
constituyo el modo de encuentro y de relación habitual entre anarquistas y que lo sigue siendo hasta el día de hoy.
Lo característico del grupo de
afinidad anarquista no reside solamente en la horizontalidad recíproca y la
común pertenencia ideológica de sus integrantes sino en la confianza mutua como
cemento de contacto de sus miembros y su plasticidad empática.
La introducción a las ideas
anarquistas corría muchas veces a cargo de una “maestros” que eras transmisores
de la memoria social la historia del movimiento anarquista y las ideas .
La
maestría no está necesariamente
vinculada con la lectura de libros, aun siendo valuados especialmente en
la tradición anarquista si no en el conocimiento personalizado de alguien ya
experimentado en la doctrina libertaria. Nos obstante a quien oficiaba a modo
de maestro no se le exigía ser un sabio, sino una mezcla de una persona
“iniciada” y evangelizador. Era habitual que los ya experimentados dirigieran
“lecturas comentadas” en sindicatos y ateneos para círculos de personas sin
educación formal alguna o recién llegados al anarquismo. Este tipo de
iniciación estuvo vigente hasta los sesenta del siglo XX. Desde entonces la
entrada del anarquismo ocurre por contagio o activismo de “pandilla”.
Los ejercicios de oratoria, que
primero sucedían en veladas de ateneos o sindicatos y luego en actos públicos,
operaban a modo de entrenamiento retorico para el viajero. En cambio, nada
preparaba al hombre de “ideas” para las habituales estadías en el presidio.
Pero todos podían confiar en la solidaridad que emanaría del otro lado de los
muros. Por otra parte, quienes maltrataban a los presos, torturaban a los
detenidos o reprimían concentraciones obreras, sabían que podían ser el blanco
de la venganza tribal. De todos modos, en casi todos los casos de “justicieros”
anarquistas, estos actuaron en la mayor soledad.
Ciclos semanales que unían
socialmente a los anarquistas y a la vez aprestaban intelectual y
espiritualmente ligaban a anarquistas a su organización y a otros compañeros.
Junto a la participación activa en veladas y conferencias, la asistencia a
picnics de confraternización y a lunchs de camaradería, la colaboración con
piquetes de huelga, campañas de solidaridad por compañeros presos, marchas y
mítines. Se entonaban canciones e himnos revolucionarios, así como se
participaba a título de público en “reuniones de controversia” que consistían
en torneos de oratoria en que dos contendientes (anarquistas y de otras
filosofías) disputaban en torno de un tema convenido, por ejemplo, la
existencia o inexistencia de Dios.
El objetivo de estos rituales y participaciones consistía
en inspirar y facetar sentimientos nobles, y en desarraigar los “males de la
subjetividad” que dividen a los seres humanos. Han de haber existido pocos
movimientos políticos menos anti intelectuales que el libertario, que solo se cuidó de enfatizar la importancia de vincular el trabajo manual y el intelectual en una sola madeja
indevanable. La imprenta constituía
su “multiplicación de los panes” y su “máquina infernal” a la vez. Los libros
atesorados incluían la historia de las revoluciones modernas, los clásico
anarquistas, las biografías de militantes caídos, las memorias de anarquistas
conocidos, los testimonios de prisión y persecución, los compendios de ciencia
“moderna” y las ineludibles novelas sociales; constituían una fuente de
información fundamental para analizar la vida ética anarquista.
A inicios del siglos XX
comenzaron a difundirse entre los anarquistas dos discursos dirigidos al
cuidado de la mente del niño y del cuerpo en general. Las escuelas
racionalistas se proponías como instituciones y doctrinas alternativas a la
fiscalización eclesiástica de la infancia y a la circulación de retoricas
estatales en los planes curriculares escolares, y en ellas se inculcaba el
conocimientos de la ciencia, la libertad como ideal, la formación integral del
alumno. Y la convivencia de saberes manuales e intelectuales. Es esas escuelas
se avían eliminado los castigos y amonestaciones, así como las jerarquías
preestablecidas entre maestros y alumnos. La suposición antropológica que las
orientaba presentaba al niño como librepensadores por naturaleza, y a las ideas
religiosas, el patronato estatal y el patriotismo como desvirtuadores de la
mente infantil. Todo esto con el fin de educar al niño para un futuro no muy
lejano, suponía también construir ese mundo a través de nuevas generaciones
puestas a salvo de las garras y vicios de la vieja sociedad.
Un típico problema que se le
planteaba al alumno… “si un trabajador fabrica diez sombreros en ocho horas, y
por hacerlo le pagan $5, decena que la empresa envía al mercado a $50 ¿Cuánto
dinero roo el patrón al obrero?”
En el anarquismo, el discurso
eugenesia
La eugenesia (del griego ευγονική /eugoniké/, que significa
‘buen origen’’) es una filosofía social que defiende la mejora de los rasgos
hereditarios humanos mediante diversas formas de intervención manipulada y
métodos selectivos de humanos. El eugenismo pretendería el aumento de personas
más fuertes, sanas, inteligentes o de determinada etnia o grupo social para lo
que promueve directa o indirectamente la no procreación de aquellos que no
poseen esas cualidades llegando a considerar su aplicación como una ventaja en
el ahorro de recursos económicos para los países
…proponía la planeación de
ciudades ideales para la vida social;
que no deben confundirse con la tradición de las utopías perfectas, si no con
el mejoramiento del habitad obrero, sin estar del todo ajeno a preocupaciones
sanitarias e higiénicas. Algo que se presentó como un borde cultural apenas
aceptable para la mentalidad burguesa. El anarquismo la eugenesia también
abarco la difusión del vegetarianismo, del nudismo, del antitabaquismo, de la
procreación responsable o “consiente” (de raíz neomaalthusiana) que predicaba
la necesidad de restringir la natalidad a fin de eludir la miseria obrera, la
propaganda del uso del condón y la publicación de otros métodos anticonceptivos,
la crítica al consumo del alcohol, el cuidado a la salud en general. Todo
esto se cruzaba con los discursos sobre el amor libre, la importancia de las
afinidades electivas y la libre voluntad.
La eugenesia y racionalismo
buscaban invertir la dosis de alienación vital inyectada por la sociedad
“falsa” así como promover prácticas existenciales menos insinceras y más
saludables. La mayoría de estas
costumbres y modelos de conducta no eran
obligatorios ni de cumplimiento forzoso. El anarquismo nunca ha sido una secta
ortodoxa ni dispuso de un libro negro en el cual hubiera podido consultarse una
perspectiva. La aceptación de las
prácticas es libre, y estas se difunden a la manera de las corrientes de
opinión, contagiando o entusiasmando, y
no como un credo.
Los anarquistas nunca se
refugiaron en retoricas de la conveniencia o en estrategias “maquiavélicas” o
coyunturalitas, a pesar de las consecuencias de tales acciones y opiniones
costosas o letales a su inmediata
supervivencia política. En suma nuca
mintieron acerca de quiénes eran y que querían. Decir la verdad siempre es
costoso. Las cárceles resultaban ser maletas herméticamente cerradas, pero con
doble fondo; se transformaban en espacios de concientización de los otros
presos “sociales”. Y las prohibiciones no eran más que molestias al paso, gajes
del oficio. Ningún anarquista tiene el día comprado. Se diría que viven en
libertad condicional, la sinceridad política se extendía a otros ámbitos de la
actividad, particularmente respecto al manejo del dinero, tema con el cual se
mantenía una estricta escrupulosidad. Los registros contables de los sindicatos
anarquistas eran perfectos.
Anarquistas, seres de extremos.
Así como la historia del capitalismo moderno y de la sociedad industrial es
inescindible del surgimiento del sindicalismo, así también el anarquismo es
incomprensible sin su antípoda, la jerarquía. El anarquismo y el monarca
siempre se midieron entre sí, como capas geológicas que no se confunden aunque
se reconocen y se estudian mutuamente, como cérvidos que eventualmente se
enfrentan en campo de lidia. Pero esa misma tensión nutre la tendencia a
asilarse centrípetamente en las propias ideas y prácticas culturales como
también convoca complejas relaciones osmóticas entre el “alma anarquista”
y “ la burguesa”, vínculos que deben
analizarse a través de los procesos metamórficos que su mutua pugna produce en
la frontera en disputa.
Las vidas anarquistas en sí
mismas, que siempre bascularon entre el color tenebroso y el aura lírica, constituyeron un modelo
moral que atrajo intermitentemente las energías refractarias de sucesivas
oleadas e jóvenes. Comprender la fuerza de esta atracción no es sencillo, y es
de poca utilidad la explicación psicológica, a saber, que los jóvenes necesitan
por un tiempo de una estadía en el infierno o bien mantener intacto su sentido
de la irrealidad hasta el momento de “sentar cabeza”. Indudablemente, el
adjetivo “revolucionario” le cabe al anarquismo como un guante al puño, pero
entre las facetas que admitía esta idea descuella la de la “subversión
existencial “. El demonio rojo y el judío errante han sido los emblemas
grabados a fuego en la historia anarquista. También lo han sido el Ave Fénix y
Lázaro redivivo.
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